¡ABRIR LOS OJOS!
Estamos ante uno de los milagros
más llamativos de Jesús porque se trata de la curación de un ciego de
nacimiento, alguien que nunca pudo ver la luz y los colores, alguien que ni
siquiera sabía qué significaba ver.
A los que preguntaban a qué pecado se debía
esa ceguera, Jesús les responde que no hay que buscar siempre la causa de un
mal en los pecados de la persona; detrás de una enfermedad, puede haber también
un misterioso plan de Dios que los hombres no alcanzamos a descubrir.
Desde el
comienzo del capítulo, se indica que este prodigio tiene un valor simbólico, es
un signo que quiere mostrar a Jesús como luz del mundo. Jesús da algo de sí
(saliva) y lo une al polvo de nuestra tierra para producir el milagro de la luz;
el ciego también pone algo de su parte cuando va a lavarse.
Pero la curación
del ciego produce un gran revuelo, como todo lo que Jesús hacía. Él nunca deja
las cosas igual, siempre quiere trastrocar nuestra comodidad y todas nuestras
viejas seguridades. Son particularmente bellas las escenas de intimidad que
Jesús tiene con el ciego, y el ciego parece descubrir su dignidad y su lugar en
la sociedad (daba lecciones a los fariseos) gracias a este encuentro con el
Señor.
Y cuando el ciego insiste en que Jesús le abrió los ojos, es fácil
descubrir que no se refiere sólo a los ojos del cuerpo, sino a los ojos del
corazón. Por eso, mientras el ciego se postra ante Jesús, los verdaderos ciegos
son los fariseos, ofuscados por el orgullo y la envidia.
Leyendo este texto,
podemos escuchar interiormente la invitación que Jesús nos hace a reconocer
nuestras oscuridades, nuestras cegueras, y a invocarlo a Él como luz que viene
a disipar nuestras sombras: las sombras de la tristeza, del temor, del odio, de
la mediocridad.
Boletín semanal de la diócesis de Punta Arenas - Chile