En la eucaristía el Señor ha
compartido su propia persona con nosotros, no precisamente para nuestro consuelo,
sino para poseernos y transformarnos con su mismo espíritu de entrega a Dios y
a los hombres.
La infinidad de gente, hambrienta
de tantas maneras, con hambre de alimento y de amor, de aliento y ánimo, de
justicia y solidaridad, de algo o alguien en quien creer, no puede ya dejarnos
indiferentes.
Que el Señor no dé el coraje
necesario, que se olvida de sí mismo y se entrega generosamente a los demás.
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