SAN JUAN Y EL
ESPÍRITU HUMANO
Los fuegos con que celebramos en el
siglo XXI el solsticio, empujan nuestra imaginación hacia los fuegos
con que se celebraban los solsticios hace decenas de miles de años. Nuestros
remotos antepasados tenían ante sí el reto del tiempo: si no conseguían
capturarlo y encerrarlo en razones, no podían dar el gran salto a la
racionalidad.
El arduo estudio del tiempo fue
pues la forja de la inteligencia humana. Los constructores de Stonehenge, el
sobrecogedor templo del Sol que nos dejó la cultura megalítica, no lo hicieron
agricultores ni ganaderos: todavía le faltaban al hombre milenios para empuñar
el cayado y la azada, y sin embargo ya estaba adorando al Sol.
Pero no se trataba de una adoración
supersticiosa e ignorante: no adoraban a un dios desconocido, sino al centro y
motor de toda la vida, cuyo conocimiento profundo pusieron de manifiesto en la
construcción de los templos solares. Y lo más sorprendente es que estaban en
esa observación minuciosa e incansable del cielo cuando los conocimientos que
de él obtenían carecían del menor valor práctico. La única utilidad que
obtuvieron de ese conocimiento fue la sabiduría (porque de sabiduría se habla en la noche y en el día de san Juan) y los templos en que la plasmaron. Fue muchos miles de años después,
cuando pudieron sacarle utilidades al dominio del tiempo iniciado por un
conocimiento exhaustivo de los desplazamientos del Sol con respecto a la
Tierra.
Me asalta incluso la duda de si
nuestros ancestros no estarían más admirados por su enorme capacidad de conocer
aquellos insondables misterios del cielo y de la tierra, que por los mismos
misterios que descubrían. Y a veces caigo en la tentación de creer que los
monumentos megalíticos son en fin de cuentas monumentos a la inteligencia del
hombre que fue capaz de levantarlos, y punto de referencia para medir el ritmo
de progresión (o vaya a saber si de regresión) de la inteligencia humana.
Porque hay una cosa más: en los
templos al Sol hay plasmadas muchas y muy complejas razones: por eso al hombre
que los construyó hay que suponerle un notable desarrollo del lenguaje, porque
sólo en la palabra somos capaces de sostener las razones. Cuando celebramos al
sol, celebramos al tiempo nuestra capacidad de conocerlo; y esto forma parte
también de la celebración de San Juan, que es al fin y al cabo la celebración
de la grandeza del hombre.
Procede del hebreo Yo-hasnam, con el significado de "Dios es misericordioso". Otra etimología muy cercana es la de Jo-hanan o Jo-hannes, que significa "Dios está a mi favor". Empezando por san Juan Bautista, la personalidad de los santos y otros hombres insignes que han llevado este nombre, es inconmensurable. Es uno de los nombres más grandes de la cristiandad y uno de los más frecuentes. En efecto, ciento veinte santos , decenas de reyes y príncipes y papas; de artistas, literatos, científicos... dan fe de que la grandeza de este nombre nunca ha conocido barreras.
San Juan Bautista es el príncipe del santoral cristiano: es el único santo del que se celebra el nacimiento y no la muerte, y su fiesta, el 24 de junio, es una fiesta solar, de luz y de fuego, decantación de los más antiguos ritos de la humanidad en la más grande de todas las fiestas. Mientras Jesús ocupa el solsticio de diciembre (la Iglesia optó por cambiar su titular, al ver que era imposible suprimir estas fiestas), san Juan toma posesión del solsticio de junio porque fue imposible erradicar las ancestrales celebraciones solares. Y la vinculación de su nombre a las fiestas más esplendorosas y más vitalistas elevó su prestigio hasta límites que sólo milenios de historia pueden explicar.
Pero no es gratuita la coincidencia entre el ancestral culto solar y san Juan Bautista. El personaje es de una gran talla: es un Sol menor que abre camino al gran Sol que es Cristo, con una firmeza que hace temblar al mismo rey Herodes. Tenía el Bautista una misión, y nada le acobardó. Preparaba los caminos del Señor. Era La Voz que clamaba en el desierto. No se callaba cuando no se debe callar: cuando veía los abusos del poder, no giraba la cabeza, aunque no le afectasen directamente; por eso acabó su cabeza servida en la bandeja de Salomé. Una cabeza que el mismo Herodes valoró en la mitad de su reino. San Juan Bautista abrió de par en par las puertas del cielo a los Juanes, que tras él entraron en legión: san Juan Evangelista, el discípulo predilecto de Jesús; san Juan Crisóstomo, uno de los más grandes oradores de todos los tiempos; san Juan Bautista de la Salle, fundador de las Escuelas Cristianas; san Juan de la Cruz, el poeta que divinizó el amor humano y humanizó el amor divino; san Juan Bosco fundador de la institución educativa salesiana; san Juan I papa, iniciador de la serie de grandes papas que llegó hasta el humanísimo Juan XXIII; san Juan de Dios, fundador de los Hermanos Hospitalarios, y así hasta ciento veinte santos. Y a su lado, engrandeciendo aún más tan gran nombre, infinidad de hombres de toda época y condición, que han amado y aman este nombre con todo lo que representa, orgullosos de compartir onomástica con todos ellos.
El nombre de Juan tiene un encanto y una virtud invencibles. Se impone con la fuerza positiva del mismo Sol, con la viveza del fuego, con la fecundidad de la verbena. "Entre los nacidos de mujer, nadie más grande que Juan el Bautista" . El gran número de Juanes inmensos que han poblado la historia y han calado hasta el fondo de nuestros corazones, garantiza para siempre la excelencia de un nombre que podrá extenderse más, pero no enaltecerse más.
JUAN BAUTISTA: HOMBRE GRANDE
"Dico
vobis: Maior inter natos mulierum Ioanne nemo est." Entre los
nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan Bautista. Lucas 7, 28)
San Juan es, además del nombre de
un gran personaje, el de una gran fiesta. El gran personaje lo es en el
cristianismo por haber sido el precursor de Jesús y porque éste lo puso por las alturas. De él es la frase del encabezamiento, que repite la iglesia en el oficio
litúrgico de San Juan Bautista. Santificado en el vientre de su madre, Jesús lo calificó como el más grande nacido de mujer; ocupando un puesto de primer orden entre las grandes figuras del cristianismo con San José y la Virgen María.
El caso es que las dos grandes
fiestas del año que el cristianismo se encontró, fueron dedicadas por la Iglesia a Cristo y a
San Juan. Y no en primera instancia, porque antes de incorporar a su calendario
y renombrar las fiestas de los solsticios, intentó desarraigarlas de las
costumbres de la población romana convertida, pero tuvo que rendirse ante la
fuerza de las costumbres. Otro tanto ocurrió con la fiesta de la
conmemoración de los difuntos: el cristianismo no tuvo manera de acabar con
aquellos ritos y optó por cristianizarlos.
En el reparto de los solsticios se priorizó a Jesús naturalmente. El solsticio de invierno (diciembre) en el hemisferio norte, cae en período de inactividad agrícola
(el trabajo que ocupaba a la mayor parte de la humanidad recién civilizada), y
por tanto se podían dedicar muchos días a esta celebración; por eso se
dedicaron esas fiestas al nacimiento de Jesús. El solsticio de junio (verano en el hemisferio norte) en
cambio, cae en plena siega, el momento más decisivo del trabajo agrícola, por
lo que sólo se puede dedicar un día a celebrarlo. Esta fecha se asignó al
segundo en importancia, San Juan Bautista, gestado y nacido seis meses antes de Jesús, según señala el evangelio (Cfr. Lucas 1, 26).
Por la fuerza que conservan las
fiestas del solsticio en muchas culturas (en la nuestra, con el
nombre de San Juan), podríamos pensar que la fiesta grande de verdad era el solsticio de junio. En el hemisferio norte es verano, la estación en que se
vive más en contacto con la naturaleza; es la auténtica fiesta del fuego (el
sol capturado y dominado), son las hogueras, son los ritos de fertilidad (de
nuevo el fuego es el gran símbolo, y le siguen el agua y la verbena), es la
plena simbiosis con la naturaleza: sol, fuego, agua, hierbas, para ser aceptado
y premiado por la naturaleza. Estas formas de celebración tienen sus mayores
posibilidades en verano.
También en el solsticio de diciembre (Invierno, en el hemisferio norte) la esencia de la Nochebuena es mantenerse despierto para acompañar al Sol en su
primer día de camino cielo arriba.
Para los españoles que fecundaron con sus tradiciones la cultura americana, la fiesta del solsticio de junio o del verano, no es sólo pasarse la noche en vela celebrando la vida, sino
bañarse en el sol que se levanta del mar. Ahí es donde el rito alcanza su
plenitud.
Uno de los fundamentos del valor de
muchos nombres, no es el propio nombre, ni siquiera lo que éste representa,
sino las fiestas que en torno a él se celebran. Y cuanto mayores son éstas,
tanto mayor es el nombre; de manera que bien podemos decir que las fiestas son
fuente principalísima de nombradía.
No fue san Juan el origen de su
fiesta (grande entre las grandes, con vigilia), sino que existiendo ya
la fiesta y no siendo posible extirparla,
porque a ella iban vinculados ritos entrañables, se optó por cambiarle el
nombre, el titular.
Así, lo que fueron siempre las
fiestas del Sol (su última personificación, Apolo), pasaron a convertirse en
las fiestas de san Juan. De la natividad de san Juan. Porque siendo una fiesta
de vida (así se han conceptuado siempre los dos solsticios), no podía
conmemorarse en ella la muerte de un santo, como es norma. Así pues, san Juan
es la "Navidad" del verano en el hemisferio norte. No fue la relevancia del personaje histórico, análoga
a la de tantos otros, e incluso por debajo de algunos, lo que disparó el
prestigio de este santo y de su nombre, sino la fiesta que a él se aparejó.
Hay que hacer notar también que,
teniendo el cristianismo su gran personalidad sagrada femenina, la Madre de Dios
no fue la elegida para presidir el solsticio de verano (ocupado el de invierno
por su hijo, el Hombre-Dios); porque el Sol es, en la cultura de la que
provenimos, una divinidad masculina.
Entre los motivos que indujeron a la cristiandad a asignar a
Juan el Bautista la titularidad de una de las dos fiestas del año vividas por
el pueblo como las más grandes, ciertamente está el dato cronológico que aporta el Nuevo Testamento, establecido el festejo del nacimiento de Jesús en un solsticio (diciembre), a los seis meses correspondía fijar el nacimiento de Juan (Cfr. Lucas 1, 26), en el otro solsticio (junio).
Fue quizá su carácter de símbolo de lo
precristiano, de lo selvático, primitivo y anterior a la nueva fe pero en
armonía con ella, porque se trató de renombrar una fiesta pagana. El caso es
que fue el Bautista el nuevo titular de la gran fiesta solar, y con el
esplendor de ésta, que se completó con el de la liturgia, creció el nombre de
Juan hasta límites insospechados.
POPULARIDAD DE LOS JUANES
En la Iglesia el nombre Juan abundó hasta el
extremo de que alcanzó este nombre el más alto ordinal entre los papas (el
XXIII; este último por partida doble); a la hora de nacer la leyenda de una
papisa, se llama precisamente Juana. Y si nos remitimos al santoral, pasan de
100 los que llevando este nombre merecieron el honor de los altares, incluidas
algunas Juanas (las más célebres, Juana de Arco, Juana de Orvieto, Juana de
Portugal, Juana Francisca Frémyot de Chantal).
Y si vamos a los reyes y reinas y
príncipes, su listado es interminable, tanto en oriente como en occidente. Y si
atendemos al estado llano, basta recordar la expresión "Pedro, Juan y Diego", equivalente a "quien sea", "uno
cualquiera", "no importa quién", para entender que estos nombres se llevaron la palma de la popularidad.
Y si miramos finalmente a la
geografía, el nombre de San Juan aparece repetido centenares de veces en todo
el mundo, ciudades, provincias, montes y ríos como el nuestro, cercano a Fuerte Bulnes. Es el prestigio que arrastra un nombre ya infinito, que por si fuera
poco lleva aparejada la mayor de las fiestas, con lo que queda vinculado el
lugar a esas tradiciones en que se mezclan los ancestros, el santo y las
historias y costumbres propias.
He ahí, pues, un nombre que se ha hecho grande
gracias a sus fiestas. Porque allí donde no se ha ahogado la tradición, San
Juan es, antes que cualquier otra cosa, la gran fiesta de nuestro invierno.